domingo, 20 de mayo de 2012

El Tesoro de la Iglesia

Circula en  Facebook un curioso recuadro en el que se intercala una imagen de Jesús y una fotografía del Santo Padre. Se compara la vida de pobreza que vivió nuestro Señor y, según los creadores de la perversa comparación, la fastuosidad en el vestir y modo de  vivir de Benedicto XVI, representando el afán de riqueza que persigue la Iglesia.
La pobreza y el hambre son grandes tragedias que asolan el mundo. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que el 13,2% de la población mundial (920 millones de seres humanos) sufren hambre y desnutrición en el mundo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha aportado un informe en el que destaca que una tercera parte de la humanidad sigue sin tener acceso a los medicamentos que necesita para tratar sus dolencias, y que el tráfico de medicinas falsas causa la muerte  cada año a más de 200.000 personas en los países pobres. Estas situaciones injustas e incomprensibles para el mundo moderno, son propensas para que los que alientan que todos los males del ser humano provienen de la Iglesia arremetan contra ella sin contemplaciones. Medios de comunicación y redes sociales son aprovechados para estos fines.
 La preocupación por los pobres va unida al peregrinar de la Iglesia por este mundo, cuya riqueza no ha sido capaz de administrarla equitativamente  el hombre contemporáneo. Desde el siglo XIX hasta nuestros días, los Santos Padres se han erigido en los principales portavoces de los peligros que el progreso industrial, económico y tecnológico podría acarrear. Encíclicas como Rerum Novarum (León XIII, 1891), Quadragesimo Anno (Pio XI, 1931), Pacem in Terris (Juan XXIII, 1963), Populorum Progressio (Pablo VI, 1967), Octogesima Adveniens (Pablo VI, 1971), Evagelii Nuntiandi (Exhortación apostólica de Pablo VI, 1976), Laborem Exercens (Juan Pablo II, 1981), Deus caritas est (Benedicto XVI, 2005), han advertido que el consumismo egoísta e insolidario de una parte de la Humanidad, conlleve a que millones de hombres, mujeres, ancianos, niños, adolezcan de unos derechos elementales  que por ser personas son inalienables, universales e inviolables.  El Siervo de Dios Pablo VI, lamentaba esa  falta de fraternidad: “El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos.” Carta. Enc.  Populorum progressio, n.66).
A los que contumazmente ponen sus ojos en las vestiduras de los papas, y del patrimonio de la Iglesia, para arremeter contra la insolidaridad con los pobres –por falta de espacio dejo para otra ocasión este controvertido tema que tanto preocupa a los instigadores anticlericales amparados por los pobres ignorantes que fomentan estas campañas-, basta recordar el contenido de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 76, elaborada durante el  Concilio Vaticano II: “Las realidades terrenas y espirituales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia usa los medios temporales en cuanto su propia misión lo exige”. Y la misión fundamentalmente evangelizadora de la Iglesia no olvida las necesidades básicas de los pobres, a los que se considera también hijos de Dios. Sin una estructura propia de una institución extendida por los cinco continentes, no se podría llevar a efecto toda la labor social que la Iglesia ejerce por todo el mundo.
Manos Unidas (asociación de la Iglesia católica creada en España en 1959 por un grupo de mujeres de Acción Católica para "declarar la guerra al hambre") recaudó el pasado año 51,7 millones de euros para ejecutar 605 proyectos en varios países. En 2010 fue distinguida con el Premio Príncipe de Asturias por su "apoyo generoso y entregado a la lucha contra la pobreza y a favor de la educación para el desarrollo en más de sesenta países". Los 50.000 euros del galardón se emplearon en ayuda a la población desplazada por el terremoto de Haití.

 Cáritas (otra asociación nacida en España del seno de la Iglesia católica) atendió a 6,5 millones de personas en el último año, de las que 4.860.000 fueron pobres de entre más de 80 países de todo el mundo y 1.632.499 de nuestra empobrecida España. Podríamos hacer mención de otras ONGs cristianas, congregaciones religiosas, movimientos misioneros que desde una perspectiva material y espiritual alivian las necesidades de personas mayores, personas sin hogar, enfermos de sida, reclusos, toxicómanos, desempleados, inmigrantes, niños abandonados, mujeres embarazadas abandonadas por su parejas... En los más necesitados, en ese hermano sufriente de los que nos acordamos en campañas solidarias a través de medios de comunicación una vez al año, para acallar tal vez un poco la conciencia de ver tantas imágenes de miseria, de conocer los millones de personas que sufren en el mundo de los que también forman ellos parte, los cristianos ven, tenemos todos que ver, el rostro de Jesucristo que nos alienta a buscar el bien físico, moral y espiritual en el prójimo.
Esta labor social de la Iglesia se comprueba diariamente viendo dónde acuden los pobres: basta mirar la puerta de una iglesia, entrar a un despacho parroquial, para ver que allí se encuentran buscando ayuda. No están en las puertas de las sedes de los partidos políticos, ni en las de las centrales sindicales, ni en los ayuntamientos, ni en los parlamentos. No. Están entre quienes le ofrecen ayuda, sin más requisito que su presencia, entre quienes gracias a una fe vivida practican la caridad con quien consideran también lo que verdaderamente son: hijos de Dios.
Y esa es la labor de la Iglesia con el Santo Padre a la cabeza como Sucesor de Pedro, que sigue saliendo al encuentro del más indefenso y necesitado; pero no solamente para cubrir sus necesidades básicas, las que por el egoísmo del propio hombre no es capaz de paliar, sino, y sobre todo,  las espirituales, las que dan a conocer el mayor tesoro, la mayor riqueza que el ser humano puede albergar en su vida: Jesucristo.


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